Mi padre regalaba los canarios con mañas,
mientras que a los mejores
los llevaba a competir
a la Iglesia de la Santa Cruz.
Nunca presencié una competencia de trino.
No es un lugar para niñas,
pero me la relataba:
la inscripción se paga
pasando por la mesa
del supervisor de pájaros,
quien le asignará un número.
Compiten más de cien.
Cuando están listos, son agrupados,
uno reta al otro
y empieza la batalla de plumas:
los canarios cantan desde sus jaulas
como si fuera su último día.
Hay cuatro jurados por ronda
encargados de contar los trinos,
por cada tres seguidos,
algo así como tri-tri-tri,
marcan un punto a favor
con un collar de bolitas de colores.
Gana el que más acumule
al final de una batalla de tres minutos.
Alrededor corren las apuestas,
aficionados alientan a las criaturas
y los dueños presionan al jurado.
El negocio, esto lo repetía fervorosamente,
no está en la competencia,
sino en los pajareros que asisten
dispuestos a pagar lo que sea
por los mejores del día.
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