Salí a encontrar lo que perdí
en las ciudades enemigas:
me cerraban calles y puertas,
me atacaban con fuego y agua,
me disparaban excrementos.
Yo sólo quería encontrar
juguetes rotos en los sueños,
un caballo de cristal
o mi reloj desenterrado.
Nadie quería comprender
mi melancólico destino,
mi desinterés absoluto.
En vano expliqué a las mujeres
que no quería robar nada,
ni asesinar a sus abuelas.
Daban gritos de miedo al ver
que yo salía de un armario
o entraba por la chimenea.
Sin embargo, por largos días
y noches de lluvia violeta
mantuve mis expediciones:
furtivamente atravesé
a través de techos y tejas
aquellas mansiones hostiles
y hasta debajo de la alfombra
luché y luché contra el olvido.
Nunca encontré lo que buscaba.
Nadie tenía mi caballo,
ni mis amores, ni la rosa
que perdí como tantos besos
en la cintura de mi amada.
Fui encarcelado y malherido,
incomprendido y lesionado
como un malhechor evidente
y ahora no busco mi sombra.
Soy tan serio como los otros,
pero me falta lo que amé:
el follaje de la dulzura
que se desprende hoja por hoja
hasta que te quedas inmóvil,
verdaderamente desnudo.
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